Una vez más, aunque no las suficientes, a la memoria de los desarraigados.
Hoy me he dado un paseo por el embalse, entre los pueblos anegados. Es un paseo obligado en esta época, porque las circunstancias de aguas bajas lo permiten. Y lo es sobre todo para aquéllos que lo hemos realizado ya en alguna ocasión anterior por lo que tiene de especial. Todo en él es especial. El comienzo es un descenso del nivel normal, el de la rutina, al subsuelo, a esa zona antes desaparecida entre las aguas e inaccesible la mayor parte del año. Y cuando uno está allí todo lo que entra por los sentidos es especial. Especial y triste: los colores, los olores, las texturas, los sonidos, … y si se pudiese comer el paisaje también tendría un sabor especial, especialmente amargo.
El paseo se vuelve afligido, nada en él invita a la alegría. Un paseo entre ruinas de árboles y casas derruidas con un paisaje en tonos ocres -el color de la tristeza-, el olor a humedad y mohos muertos -muy alejado de ese olor alegre a humedad viva de una lluvia de verano-, la textura en el suelo de barro reseco y agrietado que te cambia el paso, el sonido de desgajo en cada pisada que desgarra el silencio existente. Respiras hondo y todo ese aire rancio se convierte en antiguo que te llena de recuerdos. Recuerdos no vividos. Recuerdos que permanecen impregnados en el paisaje y que se cuelan hasta las entrañas.
Acabado el paseo, uno asciende de nuevo y recupera de nuevo los tonos verdes, amarillos y rojos del paisaje, los tonos de la vida.
Y a pesar de todo, es un paseo obligado de cada año. Probablemente por esa misma necesidad que tenemos en ciertos momentos de sentir añoranza, de estar en soledad o de escuchar canciones tristes. Por esa necesidad de perder durante algún tiempo algo de vida para después recuperarla y así volver a disfrutarla.
Y sobre todo, es un paseo obligado de cada año para no olvidar que muy cerca hay paisajes ocres cuyos recuerdos son grises.