90-Relatos taller escritura (1)

Tras el taller de escritura celebrado en noviembre, decidimos publicar un relato de cada uno de los asistentes al taller cuyo lugar común fuese que empezara con la frase ‘El sol de noviembre iluminaba el cuenco con los últimos restos de la mermelada roja’. Y aquí está el resultado.

foto reducida recorte libro1 gris

El sol de noviembre iluminaba el cuenco con los últimos restos de la mermelada roja.

¡Sentí pasos en el jardín!

Rugía la alfombra de hojas secas caídas en los últimos días con el pisar de unas pesadas botas. ¡Como si quisieran anunciar algo!

Una voz enérgica y nerviosa dijo mi nombre: ¡Julián la abuela Sole acaba de morir! Recoge tus cosas y volvamos a casa. Era mi tío Tomás.

En ese momento, estaba arrebañando con mis dedos el cuenco con la rica mermelada roja, que mi abuela hacía todos los años al final del verano.

Me agarré a su recuerdo dulce para tragar el dolor que corría por todo mi cuerpo. En mi precipitación resbalé en la cocina, y el cuenco cayó al suelo salpicando en un círculo el suelo de formas geométricas en tonos granates, creando un dibujo nuevo con la mermelada roja.

Saltaba el color rojo en mi mente como una alarma. Me recordaba la sonrisa de mi abuela cada vez que me miraba y resonaban sus palabras: “Noviembre tiene una luz especial, yo diría que tiene un color”. Y yo le contestaba: ¡Tú sí que tienes una luz especial abuela!

Esto ocurrió hace cuarenta años, era un 9 de noviembre, entonces yo tenía once años. Aún conservo como un tesoro la maleta de cuero gastado que mi abuela me dejó preparada en la hornera -antes de su último ingreso en el hospital como si hubiera presagiado su muerte- dentro había guardado las recetas de dulces y mermeladas que ella hacía.

Noviembre para mi sigue teniendo una luz especial, yo diría que anaranjada y cálida. Tiene un parecido con los ojos de mi abuela que para mi siguen vivos, al igual que las cerezas que recojo cada verano para hacer la receta de la mermelada roja.

¡El sol anaranjado de noviembre y el rojo brillante de la mermelada roja quedaron impresos en mí mente para siempre!

Relato escrito por Asun

foto reducida recorte libro1 gris

Luna de fuego

El sol de noviembre iluminaba el cuenco con los últimos restos de mermelada roja, mientras, el día se dejaba abrir con
una dejadez casi cotidiana. El frío y el insomnio, rompían con fuerza el silencio de la sala.
Mis ojos se perdieron en el sillón amarillo pegado a la ventana. Allí yacía Enrique, con las comisuras de sus labios impregnadas de dicha mermelada. Su rostro extenuado, me observaba con avidez y a veces desaparecía reflejando su mirada en el hueco de los cristales. Eran las nueve de la mañana y me sentía agotada por la ingesta de vinos y licores en la noche pasada. El suelo permanecía sembrado de plumas, antifaces y algún juguete erótico… La mesa era un resumen de colillas y vasos marcados de carmín.
El día anterior por la tarde, había acudido al hotel Días de Luna a una reunión de agentes de Tapersex. Se presentaban los productos de última generación en aceites comestibles, excitantes y lencería. Yo, al igual que mis cuatro compañeras, hacía un mes que habíamos conseguido ese trabajo, ante la búsqueda infructuosa por todas las oficinas del paro. La reunión se desarrolló con normalidad, atentas siempre a las explicaciones de nuestro agente Enrique. Él valoraba con ilusión las oportunidades de negocio. Me parecía atractivo, iba abrigado con una chaqueta de pana beis y abrazaba su cuello con una vistosa bufanda de colores. Me turbaba, nos turbaba.
Al final de la reunión, abrió un coloquio y tras un breve intervalo, se esforzó con estudiada sensualidad , por hallar respuestas satisfactorias y convincentes para cada una de nosotras. Después de una hora, acabamos persuadidas por la dosis de sensaciones, olores y sabores con las que nos agasajó nuestro jefe.
Posteriormente nos trasladamos al comedor. Fuera, la noche cubría la luna con su resplandor helado. La chimenea agonizaba los últimos troncos de leña. Todo parecía mágico. La ceremonia comenzó con un estrepitoso brindis, regado con un Bierzo etiquetado por la casa. Se sucedían carcajadas, mientras los cubiertos navegaban sorprendidos ante los vistosos manjares expuestos en los platos. Las copas danzaban sin parar, teñidas por el rojo licor y la euforia apoderaba nuestros cuerpos como arpas ardientes …
No tengo un recuerdo exacto de dicha noche … En el pueblo se comenta que los vecinos oyeron aullar como nunca los
perros del hotel. Alguno también se atrevió a afirmar, que escuchó levemente el “Je t’aime moi non plus”.

Relato escrito por Silvia Aller González.

foto reducida recorte libro1 gris

El sol de noviembre iluminaba el cuenco con los últimos restos de la mermelada roja mientras Laura seguía mirándolo sin pestañear. Aunque sus ojos seguían allí anclados, su cabeza vagaba perdida en blanco y negro, de recuerdo en recuerdo, de sentimiento en sentimiento pero siempre en círculos concéntricos cuyo eje era aquel color.

Sus neuronas habían tejido un gigante ovillo de emociones en el que no había ni principio ni final, todo lleno de nudos apretados y desgastados por el tiempo.

–          ¡Vamos al jardín! – oyó que alguien le susurraba al oído.

Ya era la tercera vez que su hija se lo repetía durante la visita, y como si nada, no había oído nada, y es que le costaba despegar sus ojos de aquellos restos rojos…, aquellos restos rojos, que habían teñido su vida.

Por fin, consiguió levantar sus ojos hasta encontrase con aquellas pupilas claras, tan reconfortantes, tan queridas, donde uno podía encontrar la ternura y el cariño antes entregados y, mientras, su hija se dio cuenta que en esa mirada estaba el cabo por el que tirar de esa madeja,  y sin perder sus ojos intentaría que el arco iris iluminara su atardecer, igual que salía el sol mientras llovía.

Y se encaminaron al jardín, hacia el invernadero donde ya el rosal rojo había florecido.

Relato escrito por Donna

foto reducida recorte libro1 gris

El sol de noviembre iluminaba el cuenco con los últimos restos de la mermelada roja, como un presagio del final que estaba a punto de suceder.

Mientras desayunaba en lo alto de esa cocina de pollero(1) que había quedado huérfana ya desde hace tiempo de noches de calecho y filandón, María había estado ausente repasando los últimos años desde que le dieron la noticia. Un duro golpe, el más duro desde la muerte de Manuel y sin tiempo para recuperarse. Pero María era una mujer de espíritu combativo, de corazón fuerte y de alma delicada. Y a partir de aquel día, guiada por su espíritu, se había convertido en una luchadora involuntaria, acentuando ese carácter de mujer de pueblo incansable e imbatible. La montaña es una barrera que silencia voces y apacigua temperamentos pero María, sin necesidad de juramentos al viento, sabía que lucharía hasta el final, que no se podía dar por vencida.

Sin embargo, hoy se había levantado más tarde que de costumbre, a sabiendas de que sería el último día y que sus tareas diarias ya no se realizarían. Había decidido no luchar más, porque en las últimas semanas había visto como el final se iba acercando, que sus fuerzas menguaban como luna llena que se enfrenta a su última fase y que en la pelea ya solo quedaba la perdedora. Desde hace dos semanas había ido recogiendo todos sus enseres, mientras repasaba los recuerdos vividos junto a Manuel, que se fue pocos meses antes de saber la noticia, y se fue tal como había vivido, en silencio, sin querer molestar a nadie y como no queriendo castigar más su débil corazón con la noticia que había de llegar. María casi nunca había salido del pueblo y nunca se había alejado más de un puñado de kilómetros, siempre para visitar a un familiar, para realizar una compra, ir de fiesta o de velatorio o para cuidar el ganado. Su vida había sido su pueblo, sus gentes, sus animales y sus alrededores, y nunca había sentido la necesidad de conocer otros parajes ni de buscar la felicidad en otras fuentes, quizás porque sin pretenderlo ella había descubierto que la felicidad es un sentimiento que viene de dentro y no de fuera.

Como todos los días desde hacía algo menos de un mes, Caronto(2) voceó desde su barca: ¡María, creo que hoy ya debieras de venir! María apareció en la puerta de su casa con un pequeño atillo y descalza para no mojar sus zapatos de cordón negros de los domingos. Las aguas turbias llegaban ya casi al zaguán de su casa. Subió a la barca y una vez que las lágrimas dejaron de arracimarse en sus ojos, María giró su cabeza para ver por última vez Lagüelles, su pueblo y el de su gente. Allí quedaban Manuel, sus generaciones anteriores y alguno de sus hermanos y primos, muchos de sus vecinos del alma, sus recuerdos, sus rincones preferidos, sus desvelos, su mocedad y su madurez, sus deseos cumplidos, los inalcanzables, … y Pina y Tono, los dos corzos que tanto le visitaron en los últimos tiempos al amanecer y que fueron su última compañía. Allí quedaba todo excepto un atillo de objetos personales, un montón de buenos recuerdos y su dignidad.

Miró hacia adelante, esbozó esa sonrisa tierna que tanto le costaba abandonar, se secó los pies, puso los calcetines de licra negros y se calzó los zapatos.

Corrían los años cincuenta y María pudiera ser la última pobladora de estas tierras de Luna negadas y anegadas.

(1)    La cocina de pollero es un elemento típico de las casas tradicionales de esta zona de la montaña leonesa. La cocina se dividía en dos zonas, una a la altura habitual y otra más elevada, a la altura de la cocina económica de carbón, a la que se accedía por una pequeña escalera y que contaba habitualmente con una mesa y un escaño donde el calor era más amoroso que en la zona baja, siendo la zona habitual de comidas y reuniones antes de la cena –calecho- o después de ella –filandón-.

(2)    Caronte es un personaje mitológico, que se encargaba de pasar en su barca a las almas al ‘más allá’, tras su muerte. Caronto se aproxima al personaje igual que lo hace su nombre.

Relato escrito por Gerardo

foto reducida recorte libro1 gris

El sol de noviembre iluminaba el cuenco con los últimos restos de mermelada roja cuando el abominable profesor dijo comenzar a sentirse indispuesto.

Mañana, los periódicos del mundo, darán la noticia. Samuel W. ha hecho llegar ya la noticia a Tel Aviv a través de un sencillo wassapp, una vez bien informado por fuentes del Hospital General de León (España): “El camello dejará hoy de masticar”.

Hemos tenido que ir detrás de la presa hasta los confines del mundo, pero sin duda ha merecido la pena. ¡Quién le iba a decir al ilustre profesor iraní, de viaje incógnito por la vieja Sefarad que le iba a reventar el hígado tan lejos de sus centrifugadoras y de sus pistachos salados!

No fue fácil pasar desapercibidos en una tierra tan escasamente poblada como ésta a la que fue a parar Yahed “el Neutrón”. Aquí, en las montañas de Luna, al noroeste de Sefarad, haciendo frontera entre las Asturias y León, se detuvo el zorro de Jokhah. Sólo dos escoltas, que se hacían pasar por biólogos turcos, cuidaban las espaldas de Yahed Al Ahmad y de su esposa.

Habíamos notado que a medida que se alejaba de Madrid y se adentraba en zonas campesinas, los escoltas se relajaban y la pareja también. No sabemos, aún, cuáles fueron los motivos que les condujeron hasta ese apartado lugar de Sefarad; si sólo se llegaron hasta allí para sentirse lejos de su cotidianidad y extraños de su ambiente, o si tenían pensado sacar algo de otro provecho en la zona. Desde luego, si llevaban este último fin, no les dimos ocasión.

Al momento tampoco hemos averiguado por qué Yahed decidió alojarse en una posada de estas tierras llamadas de Luna. Tal vez, una vez convencido que estaba más seguro que en su Jokhah natal, prefiriera descansar y echar los pies por estos valles escasos, pero deliciosos, a los que de pronto interrumpen el paso colosales montañas desnudas y pálidas.

Para acometer la acción y no dejar rastro ni soliviantar a las autoridades españolas, con nosotros se alió la suerte o Yaveh. Quisieron las circunstancias que en aquella posada se dieran en los días en que la visitaba el iraní un taller de literatura, que estaba anunciado desde meses atrás. A ese curso hubo de apuntarse apresuradamente la compañera Rut S., que, por su aspecto y acento, resulta indetectablemente ibérica.

La comida y la cena, en mesas de huéspedes próximas, y su pituitaria gastronómica le bastaron a Rut S. para saber, cuando se ofreciera el desayuno, en qué mermelada habría de colocar la dosis de polonio.

Relato escrito por José Antonio Martínez Reñones, el maestro.

Deja una respuesta

Introduce tus datos o haz clic en un icono para iniciar sesión:

Logo de WordPress.com

Estás comentando usando tu cuenta de WordPress.com. Salir /  Cambiar )

Foto de Facebook

Estás comentando usando tu cuenta de Facebook. Salir /  Cambiar )

Conectando a %s